Para todo hay clases. Incluso para la prostitución, no es lo mismo ser una sofisticada cortesana que una asalariada de un burdel barato, realidad a la que nos enfrentamos de la mano de Kenji Mizoguchi en la cinta que nos ocupa hoy, La calle de la vergüenza.

La película, basada en la novela homónima de Yoshiko Shibaki, nos cuenta la historia de un grupo de mujeres que trabajan en un burdel llamado Dreamland, situado en una calle junto a otros prostíbulos, casinos y bares, en el Tokio de posguerra. Después de la ocupación norteamericana, el tejido industrial del país está prácticamente arrasado, la crisis es grave, los empleos son escasos y mal pagados, y la necesidad, acuciante. A la búsqueda de un medio para sobrevivir, muchas mujeres se enganchan a la prostitución, precisamente en un momento incierto para la misma, puesto que el Parlamento está debatiendo su prohibición.

A través de las chicas, la madame y los dueños de los burdeles, vemos la situación de inmensa miseria que ata a las primeras a un oficio que les repugna y detestan, pero que tienen que desempeñar para mantener a sus familias, puesto que es el único que da dinero en suficiente cantidad como para vivir y ayudar a los cercanos, en una época en la que sólo los hombres podían acceder a trabajos decentes.

Cada chica o mujer tiene su esperanza de verse liberada del repulsivo destino. Una por casamiento, otra yéndose a vivir con su hijo ya crecido, otra tan pronto como su marido consiga trabajo… todas se darán de bruces contra la sucia realidad de una u otra forma: los mismos allegados que aceptaron su dinero sin chistar para mantenerse, las repudiarán después escudándose en una supuesta honra de la que no se acordaron cuando el «vergonzoso oficio» les llenaba la barriga.

Puestas entre el hambre y el repudio, agobiadas por sus deudas con el propio burdel que les ofrece más seguridad que hacer la calle y con la posibilidad de perder su único medio de subsistencia, las mujeres se darán cuenta de que la única manera real de escapar de tan asquerosa vida, es recurrir sólo a sí mismas y convertirse también ellas en egoístas tan carentes de corazón o escrúpulos como sus propios explotadores. En palabras de Micky, una de las chicas, «o comes, o te comen».

Quienquiera que piense que la prostitución es un «trabajo fácil, una forma cómoda de ganar dinero rápido, un mundo glamouroso», debe ver esta película para ser consciente de la realidad, y es que la prostitución no es sino violencia contra las mujeres, violación de pago, un mundo que hacía y hace sufrir por igual a la prostituta que a la pareja del putero, engañada, humillada y sometida a enfermedades por el capricho de una persona que cree que puede comprar el interés íntimo de otra, y todavía encuentra disculpas y aún elogios a su deshonesto proceder amparándose en el «sin mí no tendrían para comer, sin mí su familia no podría vivir, los únicos amigos de estas mujeres somos los clientes y los dueños de burdeles».



Mención aparte merecen en ese punto de explotación las madamas de los burdeles, jefas implacables que no dudan en hacer crecer las deudas de las mujeres que trabajan en ellos a base de cobrarles ya no por la estancia, el uso de los kimonos o la comida, sino también por el desgaste de la vajilla, amén de manipular a cuanta joven cae en su casa para servir, haciéndoles ver que sus familias necesitan dinero, que son muy guapas, que en cuestión de poco tiempo podrán ganar muchísimo y abandonar el oficio… sólo para aprovecharse de ellas cobrando muy cara su primera vez. En este aspecto, la cinta no nos pone un paraíso de sororidad, sino un infierno de avaricia en el que todos ansían aprovecharse de la necesidad de unas pocas.

Mizoguchi, director de la cinta, conocía bien esta realidad pues, al igual que Micky, vio sufrir a su madre suplicando a su padre que no acudiese a burdeles a gastar el poco dinero que entraba en casa, y vio cómo vendían a su hermana para la escuela de geishas, donde, sí, le enseñaron música, ikebana, canto… y también docilidad para que, cuando un cliente abusase de ella, no se le ocurriera protestar más que pidiendo un precio muy alto. Claro que Mizoguchi acabó frecuentando también la compañía de prostitutas hasta que rompió su propio matrimonio, pero esto no le impidió dejarnos su claro y hermoso testimonio de la autenticidad de los prostíbulos en Japón. Le llaman el Maestro en el cine femenino japonés, y con todo mérito. La cinta que nos ocupa recibió una mención especial del Jurado en el Festival Internacional de Cine de Venecia en 1956.



La calle de la vergüenza es una cinta dura, árida, realista y llena por igual de desprecio a la figura del putero que de comprensión y bondad hacia las mujeres explotadas, con un final que parte el corazón a las piedras. Merece mucho la pena, pero deja con mal cuerpo, es subtitulada, en blanco y negro y carece de alivios cómicos. Cinefiliabilidad 9.

 

FICHA TÉCNICA.

NACIONALIDAD: JAPONESA.

DIRECTOR: KENJI MIZOGUCHI

GÉNERO: DRAMA SOCIAL

DURACIÓN: 96 MINUTOS.

BLANCO Y NEGRO.

DISPONIBLE EN FILMIN