Para el japonés promedio, Okinawa suele ser sinónimo de playas paradisíacas, vacaciones idílicas, o una exótica gastronomía de fusión tras la posguerra, entre otras cosas. La actual prefectura del extremo sur del archipiélago nipón suele distinguirse por un estilo de vida más relajado y una cultura propia y diferente del resto del país, entre otras cosas. Tanto es así, que el concepto de Hora de Okinawa u hora de Uchina (en relación al uchinaguchi, el idioma propio de Okinawa) es un concepto a menudo reivindicado por los mismos okinawenses para referirse a una concepción más laxa del tiempo, y a la vez, su propia idiosincrasia.

Lo que a primera vista puede parecer un alegre folclorismo es, en el fondo, una manera de aferrarse a los últimos retazos de identidad que sobreviven después de siglos de genocidio cultural y maltrato institucional. Lo que hoy conocemos como Okinawa otrora se denominaba como el Reino de Ryūkyū, un estado independiente que se estableció en 1429 bajo el mandato de Sho Hashi, quien había logrado unir los tres reinos que formaban las islas Ryūkyū.

La prosperidad de las Islas Ryūkyū, al calor de sus vínculos con China

 

Desde el siglo XIII las Islas Ryūkyū ya habían pasado a establecer una relación de vasallaje con China. Un desarrollo natural para una región cuyos fluidos y amistosos vínculos comerciales y culturales con el Asia continental se remontaban como mínimo hasta la época del Estado Yan (entre los años 403 y 221 a.C.) en China, más de mil años antes del establecimiento del Reino de Ryūkyū. No hay más que ver un mapa para darse cuenta de la conveniente ubicación de un archipiélago que prácticamente consistía en una cadena de islas entre el sur de Japón y lo que hoy en día es Taiwán. De esta forma, los tributos pagados por el reino al emperador chino y el compromiso de fidelidad al mismo era un acuerdo visto como una unión simbiótica por ambas partes, en la que el gran imperio se aseguraba la continuidad y estabilidad de un lucrativo puente comercial que enriquecía culturalmente a todos los involucrados, y el pequeño reino obtenía legitimidad y protección sin necesidad de sufrir intervenciones en sus asuntos internos.

Esta estrecha relación se mantuvo sin apenas sobresaltos hasta que a principios del siglo xv el clan Satsuma de Kagoshima (al suroeste de Kyūshū) decidió invadir y reclamar posesión del Reino de Ryūkyū.

Tensiones territoriales al final del Sengoku y el principio del fin para el Reino de Ryūkyū


 

El control territorial sobre el reino de Ryūkyū estaba entre las presunciones del dominio de Satsuma, a pesar de que nunca habían tenido capacidad real de ejercer ese supuesto control. Lo cual no impedía que, en un momento dado, hasta uno de los títulos oficiales del daimyō de Kagoshima fuera «señor de las doce islas del sur», incluyendo de propina a las Ryūkyū. La buena y productiva relación con China de estos últimos los convertía en un objetivo goloso para los japoneses, cuya relación con sus vecinos continentales era poco menos que estelar.

La unificación japonesa bajo Toyotomi Hideyoshi jugó en contra del archipiélago del sur. Bajo las ambiciones de conquista coreana del shōgun, al reino de Ryūkyū también se le exigió ayudar con soldados y suministros. Estos últimos, con pocas ganas de alimentar más conflictos con Japón, pero a sabiendas de que el objetivo real de la invasión a Corea era expandirse a China, mandaron la ayuda más mínima posible. El previsible fracaso del objetivo coreano y las pérdidas humanas y materiales de la campaña dejaron en una posición precaria al daimyō de Satsuma. Sumado a la antipatía por la «desobediencia» del monarca Ryūkyū, el ilustre inquilino del Castillo de Kagoshima decidió que ya era hora de reclamar sus «dominios históricos» al sur y de paso sanear sus maltrechas cuentas gracias a la ruta comercial de sus «vasallos». Que Japón estuviera unificado permitió que el shōgun (Hidetada Tokugawa por aquel entonces) bendijera la invasión y autorizara un ejército y una armada suficientemente potentes para subyugar todas las islas del sur y conquistar el Castillo de Shuri en menos de un mes.

La invasión se saldó con el secuestro del rey Sho Nei, quien se vio forzado a jurar lealtad al shōgun y así transformar el reino en un estado vasallo de Japón. La dinastía Ming, por su parte, se mantuvo dispuesta a hacer la vista gorda en tanto que sus actividades comerciales no se vieran demasiado afectadas. Las actividades económicas siguieron como de costumbre, pero la mayor parte de los beneficios económicos de Ryūkyū pasaron a manos japonesas. Sin embargo, la fachada de seudo autonomía se mantuvo por varios siglos debido a la conveniencia de hacer ver que Ryūkyū todavía era el principal intermediario y que China y Japón no estaban comerciando directamente. Sin embargo, el declive económico y cultural de la región sería lento e inexorable a partir de entonces.


El verdadero final de la «soberanía» de Ryūkyū




La llegada a Japón de los «barcos negros» del comodoro Perry en 1854 fue el gran desencadenante de la apertura de Japón al exterior, pero también fue el detonante que acabaría definitivamente con la existencia del Reino de Ryūkyū. Antes de llegar a Edo, Perry pasó primero por Ryūkyū en 1853, donde logró negociar la compra de combustible, suministros y poder descansar allí con su flota. Un acto visto como una amenaza colonial, cuyo efecto dominó eventualmente desembocaría en la Restauración Meiji. Esto también supuso que el gobierno japonés tomara cartas en el asunto para evitar futuras crisis coloniales, decidiendo finalmente anexionarse a Ryūkyū de manera oficial en 1879 y convertir el territorio en la Prefectura de Okinawa que conocemos hoy en día.

Entre los impulsos por la modernización e industrialización de la era Meiji, el idioma de Ryūkyū fue uno de los daños colaterales. Imitando las tendencias nacionalistas occidentales, dentro del contexto del surgimiento de las naciones estado modernas, el uchinaguchi pasó a ser considerado un dialecto y no un idioma propio. La gran divergencia del japonés «estándar» pasó a ser un problema que había que corregir, y en aras del fortalecimiento del imperio, los pobladores díscolos tenían que ser japonizados a toda costa. Y a medida que las tendencias ultranacionalistas iban dominando el panorama político-social en Japón, el idioma de Ryūkyū pasó a ser completamente prohibido en las escuelas locales en una ordenanza para la regulación de dialectos de 1907. La situación fue de mal en peor tras la primera guerra sino-japonesa en 1937, cuando expresarse en otra cosa que no fuera japonés pasó a ser una afrenta al patriotismo que podía ser duramente castigada. Esto, sumado a los varios incentivos del gobierno japonés a la emigración hacia Latinoamérica desde las zonas más rurales y empobrecidas del país (Okinawa, principalmente) durante el primer tercio del siglo xx y de forma más acentuada durante la posguerra, terminaron por llevar a la casi total desintegración de la que otrora había sido un próspera y vibrante cultura.