Cuando Miyazaki estrenó «The Wind Rises» hace casi una década, el
torbellino desatado parecía hacer honor al mismo nombre de la película.
Anunciaba, otra vez, su temida despedida -a estas alturas ya nos hemos
recuperado del disgusto con el anuncio de su próxima película, pero por aquel
entonces parecía ir en serio- y lo hacía a lo grande, soltando el título más
adulto y controvertido de su carrera: una biografía semificticia inspirada en
la vida de Jiro Horikoshi (1903-1982), el ingeniero aeronáutico que diseñó el
legendario caza Mitsubishi A6M, mejor conocido como Zero. Naturalmente ello
implicaba abordar de forma explícita el incómodo asunto de la Segunda Guerra
Mundial, levantando ampollas a lado y lado del Pacífico y granjeándose por
igual los insultos de propios y extraños, con acusaciones de
traidor/antijaponés por parte de unos y de glorificador y embellecedor de un
terrible episodio histórico por parte de otros.
El refinamiento animado es marca de la casa, y
habría que estar un poco despistado para esperarse otra cosa. Pero la seriedad
del mensaje de Miyazaki también está presente sin tener que rascar apenas la
superficie.
Para nadie es un misterio que el fundador de
Ghibli es un ferviente pacifista y altamente crítico con cualquier desarrollo
bélico. Pero una cosa es eso y otra es reprocharle abiertamente la
participación en una guerra a una sociedad que aún por momentos parece no tener
del todo asumido su posición como potencia agresora en la Segunda Guerra
Mundial.
Volviendo al argumento de la película, sería más
honesto decir fábula en lugar de biografía, ya que en realidad la historia es
un mashup de varias historias
entrelazadas: Naoko, protagonista de Kaze Tachinu (風立ちぬ), novela
serializada en 1936 sobre una joven enferma de tuberculosis que a su vez sería
la inspiración para Nahoko, la ficticia mujer de Horikoshi; Tatsuo Hori, el
autor de dicha novela y amigo de Horikoshi, cuya personalidad y aspecto
influyen en la construcción del Horikoshi de Ghibli; Giovanni «Gianni» Caproni,
diseñador aeronáutico italiano de principios del siglo XX (y en cuyo honor
nombró a su estudio de animación: Ghibli se deriva del modelo Caproni Ca.309 Ghibli) y Hans Castorp,
protagonista de la novela publicada en 1924 La
Montaña Mágica de Thomas Mann.
En el borrador de su propuesta, Miyazaki explicó
lo siguiente: «Quise retratar un individuo consagrado a perseguir de cabeza sus
sueños. Los sueños poseen un elemento de locura, y esto es un veneno que no
debe ser disimulado. Ansiar algo demasiado hermoso puede destrozarte.
Inclinarse hacia la belleza puede tener un elevado precio». El maestro animador
sabe de lo que habla. Miyazaki pertenece a esa generación que creció
avergonzada de la capacidad destructiva que una vez tuvo su país y encarnó toda
su vida la contradicción de admirar la tecnología aeronáutica militar al mismo
tiempo que odiaba profundamente la guerra. Horikoshi es entonces una metáfora
que sirve a Miyazaki de hilo conductor para hablar de otras cosas, incluso de
sí mismo.
De esta forma, la veracidad de los detalles
biográficos de Horikoshi pasan a segundo plano. La onírica secuencia inicial
que representa las fantasías infantiles de Horikoshi se revelan como proféticas
cuando las ilusiones desembocan en destrucción. Su vida es transformada en una
parábola llena de encrucijadas, el idealismo frente a la moral -el desarrollo
de un ingenio que sería instrumentalizado para fines bélicos-; el deber
personal y familiar frente al deber profesional -dedicarse al sueño de su vida
o a su mujer enferma-; el conformismo social frente al pensamiento independiente
-el precio de criticar abiertamente al gobierno por aquel entonces podía ser
demasiado elevado-. Conflictos sin respuesta fácil y resueltos de forma agria.
Una cosa sí que era cierta: El Horikoshi de carne y hueso también estaba en
contra del uso político de sus creaciones y sus escritos personales reflejaban
su amargura por el infierno al que la élite política y militar arrastró a un
país entero.
Naoya Shiga, uno de los más destacados escritores
japoneses durante las eras Taishō (1912-1926) y Shōwa (1926-1989), expresó el sentir
de toda una generación cuando, tras la derrota en la II Guerra Mundial, afirmó
que la cultura japonesa «es la más bárbara del mundo». Después de estar a punto
de verse en la cima del mundo tecnológico conocido y orgullosa de su poderío
militar, la posguerra japonesa sumió a la sociedad en un sentimiento de
vergüenza nacional que seguiría latente a pesar de su desarrollo económico
posterior.
Para el año 2013, cuando se estrenó la película,
la sociedad japonesa se encontraba sumida en un agrio debate político sobre la
modificación de su constitución pacifista (concretamente sobre el artículo que
les prohíbe tener ejército ni participar en guerras) con la guerra de Irak como
telón de fondo y la discutible presencia en ella de las “«uerzas de autodefensa»
japonesas, con lo que era comprensible que Miyazaki tuviera algo que decir al
respecto. «The Wind Rises» es una dura advertencia a la sociedad actual que
nació de las tristes palabras del Horikoshi real: «Lo único que yo quería hacer
era crear algo hermoso».
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