La palabra yūrei podría traducirse como «fantasma japonés». Sin embargo, utilizar esa traducción sería un tanto impreciso ya que la propia palabra «yūrei» tiene unas connotaciones más amplias que en occidente se nos escapan. Ya el propio lenguaje japonés utiliza diferentes términos, utilizando los kanjis para yūrei (幽霊) y el katakana para fantasmas (ゴースト).
En occidente tenemos una noción cultural común sobre los
fantasmas y sabemos que pueden deberse y ser cualquier cosa sin tener unas
normas muy claras sobre el tema, variando bastante según la zona. No obstante,
los yūrei siguen unas normas bastante estrictas, ancladas a la tradición
nipona. Además, los yūrei forman parte de la vida cotidiana de los japoneses y
se les consideran portadores de buena o mala suerte dependiendo de cómo se les
trate.
Según la costumbre japonesa, los humanos tienen un alma
llamada reikon 霊魂. Cuando alguien muere, ese reikon pasa a una especie
de purgatorio en donde esperará a que se hagan los rituales apropiados para que
pueda unirse a sus antepasados y volverá con su familia en el festival del obon
que se celebra en agosto.
Sin embargo, si una persona muerte de manera violenta, no recibe los ritos funerarios adecuados o cuando fallece lo hace con una emoción tan fuerte como el amor, el odio o la venganza, tiene muchas posibilidades de volver como un yūrei hasta que reciba los rituales adecuados, o resuelva el conflicto que le devolverá de nuevo a la rueda de la reencarnación.
El aspecto de los yūrei
La imagen tradicional de los yūrei japoneses bebe
principalmente de dos fuentes. La primera de ellas es la pintura sobre rollo de
seda realizada por ōkyo y titulada «El fantasma de Oyuki». La segunda, del
kabuki.
Los actores de kabuki se valían de ropas y maquillajes
específicos para interpretar a los diferentes personajes de las obras, así que
tuvieron que buscar uno específico para representar a los yūrei. Para ellos les
vino como anillo al dedo la pintura de ōkyo, «El fantasma de Oyuki», de donde
sacaron una fuerte inspiración.
Para representar a los yūrei, los actores utilizaban un
sencillo kimono funerario blanco, llamado kyōbatabira y, en algunas ocasiones,
también se colocaban el sombrero triangular o tenkan. Añadían al conjunto un
maquillaje especial llamado aiguma, de un color pálido añil y se colocaban una
peluca especial, de largos cabellos negros, sueltos y lisos, llamada katsura.
Este tipo de estética utilizada en el kabuki en el período
Edo junto a la idea que subyace de que los yūrei no tenían pies y flotaban en
el aire, además de ir acompañados de hitodama, o fuegos fatuos, es la idea que
ha permanecido dentro del imaginario colectivo japonés de los yūrei.
San O-yūrei
Las San O-Yūrei (三大幽霊) o «las tres grandes yūrei» son
las tres yūrei más famosas de todo el ideario japonés, cuyas historias se han
ido reescribiendo una y otra vez a lo largo de las generaciones. Oiwa, cuyo
onryō terminó casi con una familia entera; Otsuyo, una yūrei enamorada de un
hombre vivo; y Okiku, la mujer del pozo, son las tres protagonistas de las
historias de fantasmas más conocidas de Japón.
Oiwa
Oiwa estaba casada con un samurái llamado Iemon. No fue un matrimonio feliz, porque Iemon era un hombre derrochador y un ladrón. Un día, Oiwa decidió dejar a su esposo y regresar a su hogar familiar. Sin embargo, Iemon la siguió, pero fue detenido por el padre de Oiwa, Yotsuya Samon. Este, que sabía de las fechorías de Iemon, exigió que Iemon se divorciara de Oiwa, pero Iemon sacó su espada y lo asesinó. Cuando regresó junto a Oiwa le mintió y le dijo que un extraño había matado a su padre en el camino. Le suplicó que le perdonara y le prometió vengar el asesinato de su padre.
Algún tiempo después de eso, Oiwa quedó embarazada, pero al
poco de dar a luz, se puso enferma. Junto a su casa vivía un médico rico
llamado Itō Kihei que tenía una hermosa nieta llamada Oume, la cual se enamoró
al instante de Iemon y quiso casarse con él. El médico, que amaba a su nieta
por encima de todo, conspiró para ayudarla a casarse con Iemon, por lo que le
recetó un ungüento a Oiwa para ayudarla a recuperarse de su enfermedad, aunque,
en realidad, se trataba de un veneno que desfiguró horriblemente su rostro. Al
ver la cara llena de cicatrices de Oiwa, el resentimiento que Iemon tenía
contra Oiwa por ser pobre se convirtió en odio.
Kihei aprovechó y sugirió que Iemon se divorciara de Oiwa y
se casara con su nieta, con lo cual Iemon heredaría toda la riqueza de la
familia Itō. Iemon estaba tan disgustado por el rostro de Oiwa, y Oume era tan
joven y hermosa que estuvo de acuerdo. Iemon comenzó a empeñar las posesiones
de Oiwa e incluso la ropa de su hijo para tener suficiente dinero para casarse
con Oume. Debido a que necesitaba una razón legítima para divorciarse de su
esposa, Iemon contrató a su amigo Takuetsu para violar a Oiwa y poder acusarla
de infidelidad.
En la noche acordado y con Iemon fuera de casa, Takuetsu
entró y se acercó a Oiwa. Al ver su rostro, se asustó tanto que abandonó sus
órdenes. Este le explicó el plan de Iemon a Oiwa y luego le mostró un espejo,
ya que Oiwa no sabía lo que le había hecho el ungüento en la cara. Cuando vio
su reflejo, se horrorizó. Trató de cubrir su rostro destrozado cepillándose el
cabello, pero cuando se tocó el cabello, se le cayó en grandes mechones
ensangrentados. Fue en aquel momento cuando Oiwa se volvió loca. Agarró una
espada cercana y se cortó la garganta. Mientras Oiwa yacía en el suelo
desangrándose, maldijo repetidamente el nombre de Iemon hasta que no pudo
respirar más.
El cuerpo de Oiwa fue descubierto por el sirviente de
Iemon, Kohei. Cuando le dio la noticia a Iemon, en lugar de molestarse, Iemon
se llenó de alegría. Kohei comenzó a sospechar de Iemon, pero antes de que
pudiera hacer algo, este lo asesinó. Clavó los cuerpos de Kohei y Oiwa en una
puerta y los arrojó a un río. Luego, inventó una mentira de que Kohei y Oiwa
habían sido amantes para poder estar libre y casarse con Oume.
La maldición de Oiwa no tardó en surtir efecto. En su noche
de bodas, Iemon tuvo problemas para dormir. Se dio la vuelta en la cama y vio, junto
a su rostro, el rostro horrible y desfigurado del fantasma de Oiwa. Se asustó
tanto que agarró su espada y atacó al fantasma. En ese momento, la ilusión
terminó, y Iemon vio que no era Oiwa a quien había atacado, sino a Oume, la
cual yacía muerta en el suelo. Aterrado, Iemon corrió a la casa de al lado para
buscar ayuda. Sin embargo, cuando llegó a la casa de Itō, se enfrentó al
fantasma del Kohei asesinado. Una vez más, Iemon lo atacó con su espada, pero
tan pronto como lo hizo, la ilusión terminó y vio el cuerpo asesinado de Itō
Kihei tirado en el suelo.
Tras todo aquello, Iemon huyó, pero el onryō de Oiwa lo persiguió. Dondequiera que fuera, el fantasma de
Oiwa estaba allí. Su rostro arruinado perseguía sus sueños. Su terrible voz le
pedía venganza. Incluso se le apareció en las linternas de papel que iluminaban
su camino. Finalmente, Iemon corrió hacia las montañas, donde se escondió en
una cabaña aislada. Pero Oiwa también lo siguió allí. Perseguido por el
fantasma de Oiwa, incapaz de distinguir la pesadilla de la realidad, Iemon se
volvió completamente loco.
Otsuyu
Hace mucho tiempo vivió un hombre llamado Ogiwara Shinnojō,
que había enviudado no hacía mucho. La primera noche de Obon, Ogiwara vio a una
mujer hermosa y a su sirviente caminando por la calle, llevando una linterna
con un motivo de peonía para iluminar el camino. Ogiwara se enamoró
instantáneamente de la hermosa mujer y la invitó a su casa. Ella se llamaba
Otsuyu.
Aquella misma noche hicieron el amor. Otsuyu se quedó con
Ogiwara hasta mucho después de que la luna se hubo puesto y la luz de la
lámpara debilitado, cuando de mala gana se despidió de él y se fue temprano en
la mañana. Para deleite de Ogiwara, Otsuyu y su sirviente regresaron la noche
siguiente.
Ogiwara se había enamorado profundamente de Otsuyu y no
tenía interés en ver a nadie más que a ella. Así, ya no salía de casa y dejó de
cuidarse. Sin embargo, Otsuyu visitaba a Ogiwara noche tras noche, en donde
hacían el amor y ella se marchaba antes del amanecer.
Pasaron veinte días y los vecinos de Ogiwara empezaron a
preocuparse por él. Una noche, un anciano muy sabido y vecino suyo, escuchó
risas y cantos provenientes de la puerta de al lado. Se asomó por un agujero en
la pared de Ogiwara pero, para su horror, en lugar de una mujer hermosa, vio a
Ogiwara entrelazada en los brazos huesudos de un esqueleto. Cuando Ogiwara
habló, el esqueleto asintió con la cabeza y movió los brazos y las piernas.
Cuando la mandíbula del esqueleto se abrió, una voz inquietante vino de donde
debería haber estado su boca.
Aquello horrorizó tanto al anciano que tan pronto como
llegó el día llamó a Ogiwara y le advirtió que Otsuyu era en realidad un
fantasma y que fuera a un templo de inmediato. En el templo, Ogiwara descubrió
la tumba de Otsuyu, con su linterna de peonía vieja sobre ella. Un sacerdote
advirtió a Ogiwara que debía resistir a Otsuyu y le dio un hechizo mágico para
colocarlo en su casa, lo que lo mantendría a salvo del fantasma. Ogiwara corrió
a casa y colocó el amuleto en su puerta. El hechizo funcionó perfectamente y
Otsuyu ya no vino a visitar a Ogiwara.
Aunque estaba a salvo, Ogiwara se deprimió, ya que echaba mucho de menos a Otsuyu. Una noche, días después de su última visita, Ogiwara se emborrachó. Descuidadamente se dirigió al templo donde descubrió la tumba de Otsuyu. En la puerta del templo, Otsuyu se le apareció y le invitó a su casa. Días más tarde, y con Ogiwara sin aparecer, el sacerdote abrió la tumba de Otsuyu. Dentro estaba el cadáver de Ogiwara, envuelto en los brazos huesudos de un esqueleto humano.
Okiku
Hace mucho tiempo, había una mujer llamada Okiku que
trabajaba como sirvienta lavaplatos en el Castillo Himeji. Okiku era muy
hermosa y no pasó mucho tiempo antes de que llamara la atención de uno de los
criados de su maestro, un samurái llamado Aoyama. Este intentó muchas veces
seducir a Okiku, pero ella lo rechazaba siempre. Finalmente, Aoyama se cansó y
urdió un plan para que engañarla y que se convirtiera en su amante. En el
castillo había un juego de diez platos muy caros. Aoyama escondió a uno de
ellos y luego llamó a Okiku. Le dijo que faltaba uno de los platos finos de su
amo y exigió saber dónde estaba. Okiku se asustó. Perder uno de los preciados
platos de su señor era un crimen que se castigaba con la muerte, así que empezó
a contar los platos: «Uno ... dos ... tres ... cuatro ... cinco ... seis ...
siete ... ocho ... nueve ...». Los contaba una y otra vez, pero siempre faltaba
uno.
Aoyama le dijo a Okiku que pasaría por alto su error y que
no le diría nada a su amo si ella se convertía en su amante. Sin embargo, ella
volvió a negarse. Aquello enfureció al samurái, el cual ordenó a los sirvientes
que la golpearan con espadas de madera. Luego, la hizo atar sobre un pozo y la
sumergió repetidas veces, hasta que le exigió por última vez que se convirtiera
en su amante, y así él no diría al maestro que no fue Okiku quien perdió el
plato. Pero ella volvió a rechazarlo, por lo que Aoyama la golpeó con fuerza y
dejó caer su cuerpo en el pozo, donde pereció ahogada.
No mucho después, se vio al fantasma de Okiku vagando por
los terrenos del castillo. Noche tras noche, se levantaba del pozo y entraba en
la casa de su amo, buscando el plato que faltaba, contándolos en voz alta: «Uno
... dos ... tres ... cuatro ... cinco ... seis ... siete ... ocho ... nueve
...». Después de contar el noveno plato,
gritaba de forma tan espeluznante que se podía escuchar en todo el castillo.
Los que escucharon parte del conteo de Okiku se enfermaron gravemente, pero
aquellos que tuvieron la mala suerte de escucharla contar hasta nueve, murieron
poco después.
Finalmente, el señor del castillo decidió que había que hacer algo con el fantasma de Okiku. Llamó a un sacerdote y le pidió que orara por ella y ejercitara su espíritu. El sacerdote esperó en el jardín toda la noche cantando suttras hasta que. una vez más, el fantasma de Okiku salió del pozo. Comenzó a contar los platos: «Uno… dos… tres… cuatro… cinco… seis… siete… ocho… nueve…». Tan pronto como Okiku contó el noveno plato, y antes de que pudiera gritar, el sacerdote gritó: «¡DIEZ!». El fantasma de Okiku pareció aliviado de que alguien hubiera encontrado el plato perdido. A partir de entonces, nunca volvió a embrujar el castillo.
Bibliografía
Davisson,
Zack: Yūrei. Los fantasmas de
Japón. Editorial Satori, Gijón, febrero del 2019.
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