-¿Por aquí?

-¡No, por ahí no, por ahí no!

-Pero si entra… 

-No, no entra, ¿no ves que no vas a poder meterla?

-Sí, si empujo.

-¡No puedes hacer fuerza, tiene que entrar sola! ¡Lo que no entra no lo puedes forzar! Tienes que hacerlo con suavidad, prueba en el otro agujero.

-Bueno, vamos a probar… a ver… ¡Oh, sí, como la seda; tenías razón, ha entrado como la seda!

-Claro, de eso se trata, de que se deslice, sin hacer fuerza. – ZombiD mira el cubo-rompecabezas por todas partes, intentando encontrar la siguiente pieza para montarlo. – Con los puzles es lo que pasa: si una pieza no va ahí, no va y punto. En el momento que haces fuerza, mal asunto. Prueba ésta ahora.

    Le paso una pieza y él mira cuidadosamente dónde encaja. Enseguida sonríe y la acerca a una abertura, donde la pieza pasa casi milagrosamente entre sus hermanas y completa buena parte del cubo. 

 -¿Te has fijado que esto de los puzles… - dice ZombiD – tiene también un cierto erotismo? Vamos, cualquiera que nos hubiera oído y no supiera que hablábamos de un rompecabezas, podría pensar mal… 

-¿Tú crees? Nah… no creo que nadie fuese tan malpensado. Bueno, ¿no te importa que me quede puestos tus calzoncillos y la camiseta, verdad? – ZombiD, con el regazo tapado por la sábana, niega con la cabeza. Mientas él termina el rompecabezas, yo voy a hablaros de una película que también gira en torno a un rompecabezas: Hellraiser.





     La acción arranca en una especie de tetería árabe, donde un hombre con las uñas más sucias que he visto nunca (y conozco a varios zombis) ofrece a un hombre joven una especie de caja cúbica de madera, decorada con preciosas filigranas. El hombre, llamado Frank, toma la caja a cambio de una buena cantidad de dinero, y enseguida le vemos en una habitación de su casa, intentando abrir el cubo. Conforme desliza los dedos sobre las filigranas decorativas, éstas responden y se abren, revelando secciones que cambian de sitio, giran, reencajan en otros lados y producen una música de fondo… pero el extraordinario juguete no es sólo un rompecabezas musical, también produce que el tejido de la realidad se debilite para dejar paso a seres de otra dimensión, conocidos como los Cenobitas. Frank, que ha dedicado su vida a la búsqueda de todo tipo de placeres, ha descubierto que ya nada de éste mundo puede excitarle, de modo que ha usado la caja para buscar los placeres de otro mundo. Y los cenobitas, criaturas distinguidas por su amabilidad, están dispuestas a enseñarle los placeres de su mundo. Ahora… ¿quién dijo que la idea del placer humano, coincida con la idea del placer cenobio, por favor?

   Naturalmente, en la cinta ocurren muchas más cosas, pero el resumen lo dejaremos aquí, porque nos basta para hacernos una idea. Hellraiser, estrenada en la segunda mitad de la década los ochenta, nos lleva a asomarnos a otros mundos y juega con el significado de las palabras y conceptos como el sadomasoquismo. 

    Los ochenta, fueron una década de liberación y apertura en el terreno sexual, si bien la tolerancia,
finalmente sería breve. En los años precedentes, la revolución sexual había comenzado frente a las voces más puritanas. Ya desde los sesenta, se controlaba la concepción gracias a la píldora femenina, y los hippies que promulgaban el amor libre habían normalizado las relaciones prematrimoniales. Desde luego que se avanzaba a pasitos; la misma juventud que se llenaba la boca de tolerancia e igualdad en público, en privado dejaba de lado a sus propios amigos si estos mantenían una relación seria como una mujer negra o con alguien de su mismo sexo. Tuvimos que esperar hasta los ochenta para que el sexo en todas sus formas (tríos, intercambio… así como nuevas formas de placer como el sexo oral, anal o BDSM) empezase a hacerse un hueco digno de mención en el grueso de la sociedad y dejase de ser algo marginal o reservado sólo para superricos. Y diréis, ¿qué ocurrió en la década de los ochenta para significar ese cambio en la sociedad occidental? Pues algo en realidad muy sencillo: el magnetoscopio, o vídeo doméstico. 

     Si bien los cines X existían desde mucho tiempo atrás, se trataba, al igual que los locales de strip-tease, de una diversión considerada pecaminosa y sucia, algo que degradaba a la mujer, machista y reprobable (no olvidemos que los Estados Unidos es una sociedad muy represiva en esos aspectos, amén de muy religiosa e hipócrita. Y a nosotros más nos vale darnos un punto en la boca, que el divorcio en España no se legalizó hasta 1981 y aún entonces era preciso pasar un período de separación, y el porno no fue legal rodarlo ni exhibirlo hasta mitad de la década). Daba mucho corte entrar a un cine de esos, a no ser que fueras un crítico de cine, periodista, escritor bohemio o cosa similar, y desde luego, no te sería nada fácil convencer a tu pareja para que te acompañase. Pero al llegar los videoclubs, todo cambió, y de la misma manera que alguien que iba al quiosco podía comprarse el Playboy y taparlo bajo el periódico, ese mismo alguien podía ir al local de alquiler de películas y sacar una cinta X entre un par de cintas de humor o documentales y verla en la tranquilidad de su casa, sin pasar vergüenza. Tímidamente, las mujeres empezaron a dárselas de modernas por ver ese tipo de cine junto a sus novios o sus maridos, y al igual que los niños veían dibujos y jugaban a ser supermán, los adultos también jugaban a repetir en su alcoba lo que veían en ese tipo de películas, lo que hizo normalizarse ese tipo de prácticas. Vistas así las cosas, el humilde reproductor de videocassettes hizo por la revolución sexual casi tanto como la píldora. 


    No obstante, conforme la década empezaba a avanzar, también lo hicieron los casos de enfermedades de transmisión sexual y el temido SIDA, enfermedad de la que al principio, sólo se sabía con certeza una cosa: que era mortal. Durante los primeros años, el VIH era una enfermedad de homosexuales, debido a lo que se cebó con éste colectivo, pero casi enseguida empezaron a surgir los primeros casos de SIDA entre heteros, y entonces empezó a ser considerada una “enfermedad de viciosos”, que sólo afectaba a aquéllos que pretendían disfrutar sin control del sexo, y no faltaron (ni faltan…) grupos religiosos que aseguraban que se trataba de un castigo divino por fornicar fuera del matrimonio. Con la Iglesia hemos topado, amigo Sancho.

     Cintas como Atracción fatal ya nos mostraban lo que podía sucedernos si pretendíamos salirnos de madre en lo que a sexo se refiere, y Hellraiser también explota el mismo principio; Frank es un ser cruel y egoísta, hambriento de placeres y de nuevas sensaciones, y esos mismos apetitos le llevan a su propia destrucción por que abusa de los mismos hasta pasar los límites aceptados. Los cenobitas serían aquí ya los “guardianes del infierno” en que se convertirían en las sucesivas secuelas. Para ellos, el dolor y el placer, el sufrimiento y el gozo, la agonía y el orgasmo están indisolublemente unidos y son las dos caras de la misma cosa; para ellos, sufrir es gozar, y esa será la trampa en la que caiga Frank y que motive su intento de huida de la realidad cenobita. 

     En cuanto a éstos últimos personajes, como buena película de terror que se precie, ni en la cinta ni
en el libro vemos gran cosa de ellos (en el libro, eso sí, nos cuentan algo más y la historia, aunque igual en lo esencial, difiere en detalles precisos que la hacen más atrayente y algo menos tópica). Lo poco que nos cuentan, la escasez de sus apariciones, nos deja con ganas de más. Cuando aparecen en pantalla, vemos sus cuerpos llenos de escarificaciones y deformaciones grotescas que les dan un aspecto terrible a nuestros ojos, pero seductor a los suyos, y aquí llegamos a otro punto interesante que es la diferencia de culturas. Tanto los Estados Unidos en particular como todo ser humano en general, tendemos a vivir dentro de nuestra propia burbuja de normalidad pero, como bien dijo Morticia Addams “La “normalidad” no existe; lo que es normal para la araña, es el caos para una mosca”. El error de Frank que motiva la película es no ser capaz de sentir empatía (y de nuevo, volvemos a su depravación: es un depravado sexual porque no respeta a los demás, y como no respeta nada a cambio de obtener placer, merece ser castigado), de ponerse en el lugar del otro. Si sus vecinos de universo se adornan cosiéndose los párpados, atravesándose la garganta con agujas semicirculares o trazándose una cuadrícula con alfileres en la cara y mostrando los regueros de sangre que dejan sus pezones arrancados, ¿qué le hizo pensar que el placer al que él estaba acostumbrado, sería el mismo que podrían ofrecerle ellos? 

      Dentro de los cenobitas, no puedo dejar de mencionar a Pinhead (en realidad, se trata de un apodo, él no dice su nombre en ninguna de las entregas). El cenobita con la cara llena de alfileres es el “cabecilla” de los mismos y quien en las dos primeras películas llevará la voz cantante, para, a partir de la tercera entrega, dejar de ser un simple… “invocado” para convertirse en el villano absoluto de la saga, lo que le ha encumbrado al Olimpo particular del horror, junto a otros grandes prohombres del mismo, como Freddy Kruegger o Jason Vorhees. Si bien en las primeras entregas le vemos como a una criatura educada y hasta compasiva, aunque inflexible con el destino de sus condenados, a partir de la tercera vemos su historia completa y evolución, y a partir de la cuarta le vemos ya convertido en el demonio que siempre fue. Un ser sediento, vengativo, cínico y cruel, que realmente disfruta con los sufrimientos que inflige a sus víctimas, abrazando así su naturaleza más horrenda y convirtiéndose en la… “cara opuesta” de la maldad de los humanos. Los seres humanos que presumen de moralidad y se revuelcan en su hipocresía, pueden pasar entre las demás criaturas porque no llevan su maldad escrita en la cara. Pinhead SÍ la lleva, y con orgullo, y se convierte en el verdugo de los hipócritas (me es simpático. No se nota, ¿verdad?).


Se trata de un tipo muy agudo.

    Hellraiser, rodada en 1987 (un año después de la edición de la novela, The Hellbound Heart), es una cinta de terror tirando a gore que, debido a lo explícito de la misma, se hizo tan famosa como detestada, y se convirtió en la obra más aclamada de su autor junto a Candyman, que fue también llevada al cine (a ver si encuentro el libro, hombre). Inauguró una saga de siete películas, alguna de las cuales contó con la presencia del autor de la novela, Clive Barker; concretamente dirigió la primera y participó en la producción de las siguientes, además de colaborar en los guiones de la mayor parte de ellas. Vamos, que se forró como quiso, y bien que hizo. La película, al igual que la novela, no se para en barras a la hora de mostrar sangre y vísceras, y sus secuelas tampoco lo hacen. No es que se trate de una joya del cine de horror, de hecho se apoya más en casquería que en guión y apenas comienza ya sabes exactamente qué va a suceder, pero aún así, resulta entretenida para una tarde veraniega (sin niños), que es de lo que se trata. Cinefiliabilidad 4, lo que os recuerdo que significa que no es árida de ver, salvo si os da escrúpulo la sangre. 

     Ahora... he de ser absolutamente sincera con vosotros. No me hubiera animado a ver esta peli, ni la saga, ni a leerme el libro (¡y me hubiera perdido algo bueno!), de no ser porque me la recomendó un amigo muy especial. Éste:



 "Noventa-veintiuno-cero uno se dirige al lugar de los hechos... ¡o de los deshechos, porque si se tira de esa altura, no le va a quedar ni el apellido!" Si no coges ésta frase, tienes que ver más cine.